Llevo ya varios días pensando en lo injusto de la muerte. Un viejo poeta me comentó en uno de nuestros últimos encuentros en su casa de El Puerto que sólo nos damos cuenta de que nos hacemos mayores conforme nos rodeamos de muertos; cuantas más personas hayan muerto a nuestro alrededor más años hemos navegado.
Siempre me ha acompañado esta dura impresión de la vida. No se podría entender la vida sin la muerte, y viceversa. También afirma Umbral que la muerte no existe porque cuando tú te has muerto ya te has ido; la muerte existe para los demás, para los que se quedan aquí.
No sé por qué pero me gusta abrazarme a la idea de que la vida no es más que un forjarse como persona, que nadie puede arrebatarnos las experiencias, los sueños y las realidades, las satisfacciones y los pesares, los besos, las sonrisas, la memoria, el amor... Y con eso me quedo, sólo con eso, como un eco de campana de pueblo que marca cada tarde la llegada de lo oscuro, de final de la jornada, de crepúsculo que ya baja el telón irremediablemente hasta el día siguiente.
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La copa de cristal
que pusiste al revés sobre la mesa,
guarda un tiempo de oro detenido.
Me basta con la vida para justificarme.
Y cuando me convoquen a declarar mis actos,
aunque sólo me escuche una silla vacía,
será firme mi voz.
La copa de cristal
que pusiste al revés sobre la mesa,
guarda un tiempo de oro detenido.
Me basta con la vida para justificarme.
Y cuando me convoquen a declarar mis actos,
aunque sólo me escuche una silla vacía,
será firme mi voz.
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No por lo que la muerte me prometa,
sino por todo aquello que no podrá quitarme.
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No por lo que la muerte me prometa,
sino por todo aquello que no podrá quitarme.
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(Luis García Montero)