Toda la semana de evaluaciones a mis alumnos por las tardes. Por la mañana les explico sus notas finales. Malas caras, algunas tristes y otras rencorosas... Siempre se dan cuenta tarde. Es lo más duro de ser profesor; calificar a mis alumnos es difícil y también ingrato. Mi trabajo es el trabajo más bonito del mundo; tengo mucha suerte de trabajar en algo que me satisface tanto, siempre lo he dicho. Hoy en día, tristemente, pocos pueden decir lo mismo.
Cuando yo era alumno, el mundo que me rodeaba lo veía desde un pupitre muy similar a los de estos chicos; me aburría como una ostra y me encantaba imaginar historias mientras la profesora de turno hablaba de trigonometría, de las capitales de América Central o de los elementos de la tabla periódica. Siempre me gustó aislarme de todos, crear historias y pasarlas al papel. Nunca fui un alumno prometedor hasta que la Universidad me abrió los ojos.
Uno de mis primeros poemas (corregido definitivamente en 1992) viene hoy de nuevo a mi cabeza. Lo escribí en el Castillo de Montánchez y a él se lo dediqué ("para mi Castillo roquero, con quien su pena comparto"). No sé por qué, pero en este momento me apetece traer sus primeros versos a estas páginas de mi diario:
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Llueve sobre los tejados,
sobre las calles empedradas de mi pueblo;
bajo la lluvia, las casas solariegas.
sobre las calles empedradas de mi pueblo;
bajo la lluvia, las casas solariegas.
Llueve callada, tranquilamente,
casi sin darse cuenta.
Llueve, y ante la lluvia todos se humillan
y se resguardan impotentes
o caminan resignados, indiferentes.
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La nostalgia conquista cada día más los espacios cerrados de mi adolescencia.