Acabo de llegar a casa. Todo el día en el pueblo de Carbajo, en pleno campo de La Raya, con mis alumnos y mis compañeros. He agradecido mucho quedarme hoy en la cama hasta las 9 de la mañana. Ha sido una jornada diferente; el sol se levantaba con aire frío y nos ha dejado al comienzo de la tarde un calor luminoso y primaveral. Muchas fotografías, juegos, talleres, incluso caras desconocidas de profesores que he agradecido mucho. He cruzado un pequeño lago colgado en la tirolina, mientras el móvil sin cobertura y jugando con los límites de Movistar y la compañía nacional portuguesa me dejaba disfrutar de cada minuto, de cada conversación en una comida lenta y placentera.
A la vuelta hemos parado en el camino, en la "Rivera de los Molinos", entre Salorino y Herreruela. Siempre que paso por allí (dos veces al día, desde septiembre) observo perplejo un enorme molino abocado al olvido. Ya no hay agua que le rodee pero estoicamente aguanta la mirada de los años. Hemos bajado por un camino seco que antes llevó agua y al acercarnos al viejo molino la magia nos invadía. Cuántas historias personales ocurrirían aquí, qué pozo más profundo cerca de la puerta principal, qué muros más gruesos con piedras de pizarra aprovechando la inclinación del terreno, qué grandes las cuatro casas pegadas al molino, cuánta gente debió vivir en este sitio... Una de ellas con unos salones altos, abovedados, todavía de color azul. Ahora con incontables nidos de golondrinas que habitan sus paredes agrietadas, sin ventanas ni puertas.
Al regresar al coche, en una amalgama de maderas, alambres y pastos (que debieron estar sumergidos en el río muchos años), me encuentro enredada una cornamenta enorme, enhiesta y señorial de un gran ciervo. Me la he traído a casa. No sé que haré con ella. Seguro que tiene muchas cosas que recordarme, que contarme al oído.