miércoles, 18 de abril de 2012

Javier Marías y Soria


Menuda se ha liado en Soria con el último artículo publicado por Javier Marías. En la ciudad no se habla de otra cosa. Aquí traigo el artículo de Marías, que apareció en El Pais Semanal este pasado domingo; añado después otro texto, publicado ayer como réplica por un periodista soriano en un medio local. 
La polémica está servida, pero que muy bien servida. Que cada uno saque sus conclusiones...

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CUANDO UNA CIUDAD SE PIERDE

No es presunción, pero me consta que algunas personas han visitado la ciudad de Soria en los últimos años por las numerosas veces en que la he mencio nado con afecto y elogio. A esas personas les debo una explicación, si se han pasado por allí recientemente,  y una advertencia a quienes aún tengan pensado acercarse por cau sa de mis recomendaciones. Tanto apego sentía yo por Soria -lugar de muchos veraneos de infancia- que hace doce años, y tras más de veinte de no pisarla, alquilé el que había sido el piso del gran amigo de mi familia Don Heliodoro Carpintero, quien además, en parte, me enseñó a leer y escribir. Durante este periodo he pasado temporadas en primavera, verano, otoño y en el crudo invierno, y en esa casa, con vistas al precioso parque conocido como la Dehesa, he escrito parcialmente mis últimas cuatro novelas. Ha sido un refugio en todos los sentidos del término… hasta que se ha convertido en lo contrario -un asedio- y me he visto obligado a abando nar la ciudad y ese piso. El último lustro en Soria ha sido insoportable, y casualmente ha coincidido con el reinado, como alcal de, de Carlos Martínez Mínguez, del PSOE -se lo pudo ver a menudo hace unos meses como escudero de Carme Chacón-.
La ciudad ha celebrado siempre unas fiestas largas, de una semana, los sanjuanes, consistentes sobre todo en la murga non-stop (día y noche) que las llamadas “peñas” endilgan a los habitantes con unas monótonas charangas. Bien, uno evitaba aparecer por allí en las fechas correspondientes. Pero en estos últimos cinco años parece que lossanjuanes duren las cuatro estaciones. El pasado otoño la cosa fue notable. Vinieron las fiestas de San Saturio (patrón local), que solían ocupar dos o tres días y ahora se alar gan casi siete, y se erigió una carpa estridente en la Plaza Mayor, tan alta como el Ayuntamiento; luego, el puente del Pilar se fes tejó otra semana, con la ciudad invadida por un “mercado me dieval” (ya saben, venta de chucherías y de alimentos incontrolados, de salubridad dudosa). El 22 de octubre, que ya no era nada, fue un buen ejemplo de lo que sucede: a lo largo de once horas -once-, grupos de “dulzaineros” o “gaiteros” atronaron el lugar sin descanso, mientras parte de la ciudadanía dispu­taba algo semejante a una carrera sin pies ni cabeza y otra parte saltaba sobre colchonetas en una plaza muy céntrica, todo ello acompañado de música y “ánimos” estruendosos por altavoces. Era como si la ciudad hubiera enloquecido. Lo malo es que esa es la tónica general. Teatros de autómatas tocando salsa ocho horas diarias en verano; desde febrero, ensayos de tambores y trompetas para la Semana Santa (qué diablos tendrán que en sayar, si es lo mismo desde hace siglos); bares y terrazas proliferantes, sin control alguno, con la música a tope y sin respetar los horarios (si el dueño del que padece uno cerca es además un malasangre, imagínense la tortura); mastuerzos a grito pelado de madrugada, sin que la policía municipal nunca se inmute; conciertos y actuaciones cada dos por tres en pleno centro, bafles hasta las tantas; botellones en el delicado parque, que que da arrasado; un “trenecito” turístico que recorre la ciudad metiendo más ruido que otra cosa; un sistema de recogida de hojas a mil decibelios… El Ayuntamiento, en vista de que los ociosos juegan sin cesar a la tanguilla en la Dehesa, sustituyó el suelo de tierra o grava por uno de asfalto, gracias a lo cual el estrépito es continuo: clink, clank, clonk, vuelve loco al más cuerdo. Por no hablar de las procesiones, de las que pocas poblaciones se li bran en este Estado nacional-católico en el que seguimos viviendo. (Añadan a unas caseras infragaldosianas, esto a título particular mío.)
Por si no bastara todo esto, acaba de comenzar una disparatada y descomunal obra justo al lado del parque (que sin duda se verá muy dañado), para construir un superfluo aparcamiento subterráneo. Existe ya uno a unos centenares de metros, que está siempre medio vacío. La obra del nuevo e inútil (útil sólo para destruir) se prevé que dure dos años, así que échele tres, por lo menos, de zanjas, vallas, perfo radoras, tuneladoras, lodo, polvo y árboles muertos. Como para pasear por allí, sin duda. Los sorianos son muy dueños de tener la ciudad que quieran, faltaría más, y a buen seguro están contentos con su alcalde, pues lo reeligieron hace menos de un año. Ahora bien, si antes Soria era un lugar singular, decoroso y digno y con enorme encanto, ahora –cómo decirlo- con su “valencianización” permanente, se ha convertido en un sitio vulgar, como cualquier otro. De la de Machado y Bécquer no queda nada, y maldito lo que estos dos poetas les importan a las actuales autoridades. La transformación es sintomática de lo que es hoy España: si una localidad pequeña, castellana, aus tera, tranquila y fría se ha convertido en un espacio ruidoso, impersonal y festero (no sé de dónde sale el dinero para tantos “entretenimientos” municipales), da escalofrío imaginar lo que serán otras de mejor clima y costeras. Dejo allí buenos amigos (Ángel, Sol y Alejandra; Enrique y Mercedes; Fortunato y Lourdes y Álvaro; César, y Jesús y Ana; Emilio Ruiz, que murió justo cuando me despedía). Seguiré animando de lejos al equipo de fútbol, el Numancia; los buenos recuerdos de hoy y de antaño prevalecerán sobre los malos recientes, seguro. Pero, así como los sorianos son libres de cargarse su ciudad (desde mi punto de vista), yo lo soy de largarme, aunque con mucha pena. Un adiós significativo.

JAVIER MARÍAS
(El País Semanal, 15 de abril de 2012)

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SILENCIO, SE VERANEA

Vaya por delante, doy mi palabra, de que no soy muy amigo de entrar al trapo en lo que a la polémica del momento concierne. Ha sido, sencilla y llanamente, que el artículo “Cuando una ciudad se pierde”, del señor Javier Marías, a quien respeto e incluso admiro, me ha tocado una fibra que ya tenía bastante irritada desde hacía mucho tiempo… Y que conste que no es una ojeriza personal, insisto, contra el señor Marías (que no se la profeso), ni contra otro renombrado literato que también se deja caer por aquí con frecuencia (y que suele adolecer de comentarios del estilo), ni contra nadie concreto: lo que a mí me toca los bemoles es una actitud.
A lo largo de mi vida, máxime desde que decidí no vivirla fuera de esta tierra ni de esta ciudad, he tenido que contemplar el ir y venir de amigos que tomaron otro camino, de visitantes de fin de semana y Virgen de Agosto, de hijos de emigrantes buscando la vuelta a las raíces… Y es alarmantemente frecuente, supongo que por tendencia natural humana, esa querencia por “que todo siga como yo lo recuerdo”. Aquí es, ya lo lamento, donde a mí se me hincha la vena. Nuestro espacio mental nos pertenece, y allí podemos amueblar los decorados como mejor nos plazca, pero cuando ya se nos ocurre extrapolar eso a la aplicación práctica en el mundo real es cuando nos damos de cornadas los dos: el nostálgico de “a ratos” y el pragmático de todos los días. Y que conste que, por mí, bienvenido sea cualquiera que se deje caer por aquí, sea cual sea la fecha, la frecuencia y la duración de la estancia, pero háganme el favor, señores, y no nos digan cómo tenemos que vivir aquí y cómo debemos mantener la ciudad sólo para que ustedes estén a gustito los cuatro ratos que vienen.
Me apuesto el cuello a que cuando el señor Marías y gentes de opinión semejante se dan un garbeo en automóvil por la gran city en cuyo padrón figuran, les gusta tener un aparcamiento donde parar; aparcamiento cuya construcción, me vuelvo a apostar el pescuezo, ocasionó ruidos y molestias. Y no es que yo sea un fan de la actual obra del paseo del Espolón, pero en lo que sí que soy intransigente es en defender el derecho de Soria y de los sorianos a tener infraestructuras y servicios: los que moramos aquí todo el año también los necesitamos.
No le voy a quitar la razón: en Soria nos hace falta poco para organizar un festejo. Hay quien lo entiende como inherente a nuestra idiosincrasia; otros, por el contrario, nos tildan de ociosos y gamberros. A estos últimos, les invito a que, por ejemplo, se tiren un mes de noviembre, de principio a fin, viviendo aquí, aguantando el frío y la oscuridad, la quietud extrema y la falta de todo. Quizá entonces entiendan por qué buscamos el bullicio y por qué lo disfrutamos con tanto ahínco.
Ahora bien, don Javier, lo que sí que voy a decir en voz bien alta es que usted está pasando a Soria y a sus habitantes por un rasero desmesuradamente estricto y un tanto desquiciado. ¿Realmente le molesta tanto el repiqueteo de la tanguilla de los jubilados? ¿Tanto como para tratarlos con esa crueldad y llamarlos “ociosos”? ¿Acaso no tiene en Madrid bares y terrazas, trenecitos turísticos, y todas esas aberraciones que tanto le indignan en Soria? Porque yo no veo que deje de vivir allí por ello… Porque usted y los que opinan igual, los de “que dejen Soria quieta y como está”, para sus gestiones administrativas, sus hospitalizaciones, sus aparcamientos, su ocio, y un sinfín de asuntos mundanos, hacen el gasto fuera de aquí, normalmente en capital grande, y cuando vienen a Soria quieren calma chicha. Entérense de una bendita vez: Soria, por encima de todo, es una ciudad en la que vive gente, y para disfrutar de paz de cementerio, señores míos, se va uno al cementerio. Es lo que tiene la vida: que organiza revuelo.
A lo mejor no se encontraría tan molesto, don Javier, si se hubiese alquilado un piso no tan céntrico y bien situado; y eso que estoy convencido de que en una calle de sexta categoría de Madrid traga usted cien veces más ruido que en el centro de Soria, pero, en cualquier caso, aquí hay muchas zonas y barrios donde apenas se oye una mosca. Ahora bien, si usted necesita silencio absoluto para escribir, admirado señor Marías, me temo que ya es cuestión personal de cada uno; muchos le damos a las letras (no tan exitosamente como usted) y no tenemos tanto problema con el entorno.
Y, por el amor de Dios, y esto va para todos, déjenme ya de una maldita vez de Machado, Bécquer y el Sursum corda. La cultura está muy bien, y fue fantástico que esta tierra les inspirara de un modo tan sublime, pero estos dos señores está muertos, y vivieron en una Soria de hace 100 y 150 años, respectivamente; bueno será que queden reminiscencias, que las hay, pero no pretendan, por favor, encontrarse las cosas como entonces: esto no es el plató de una película.
Es muy fácil soñar Soria desde la distancia y maldecir luego los cambios en nuestro imaginario ideal; lo que no es tan fácil es vivirla en el día a día y ver cómo los escasísimos progresos que conseguimos son, para más inri, criticados por una serie de personas que se creen con derecho, cuando se hartan de las comodidades y la prosperidad de su gran Metrópolis, a tener Soria como reducto del pasado y coto privado de vacaciones. Avelino Hernández, soriano en la diáspora que jamás perdió el norte en este aspecto, escribió una genial obra, El Aquilinón, donde ésta y otras actitudes parecidas quedan resumidas en una sola frase: “¡Copón, qué bien se piensa desde casa!”.

ALBERTO SANZ MARTÍNEZ (TITO)
(http://www.sorianoticias.com/, 17 de abril de 2012)

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miércoles, 4 de abril de 2012

Doble homenaje

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"El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho", 
Miguel de Cervantes (cap. XXV de El Quijote, 1605). 
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El dibujo es del maestro Mingote, in memoriam...

martes, 3 de abril de 2012

Reflexionando

Esta tarde, paseando por Soria, nos hemos encontrado con esto en la calle. La foto bien merece una reflexión, profunda y seria... Ay!