Hoy en clase, releyendo con mis alumnos de bachillerato un texto apasionante de Larra ("El día de Difuntos de 1836"), reflexiono sobre la maravillosa capacidad intemporal de la literatura. Hace años que este desesperado y vilipendiado periodista escribía a punto de suicidarse que se sentía aterrorizado rodeado de vivos; sí, de vivos. Medita el pobre Larra de cómo la ciudad de Madrid, el día 2 de noviembre, va al cementerio a ver a sus difuntos; y en un esperpéntico y revelador párrafo advierte:
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"Vamos claros, dije yo para mí, ¿dónde está el cementerio? ¿Fuera o dentro? Un vértigo espantoso se apoderó de mí, y comencé a ver claro. El cementerio está dentro de Madrid. Madrid es el cementerio".
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Lo llevamos claro, digo yo también para mí. Los vivos siguen siendo más numerosos y peligrosos y dañinos y envidiosos que los muertos. Vaya cementerio que está creciendo entre nosotros (y donde dice Madrid que cada uno ponga lo que quiera). ¿Será posible que cuando Dan O'Bannon rodó "El regreso de los muertos vivientes" pensara en alguno de nosotros? Cada vez estoy más convencido de que la vida es un ciclo cerrado por el que deambulan gentes sin ningún tipo de escrúpulos (hasta de morir viviendo, y no al revés), y que afortunadamente ni Larra ni O'Bannon hablaban de mí. Quizá, querido lector, querida lectora, de ti tampoco; aún estamos a tiempo. Mientras haya vida... (lo terrible es que para algunos es eterna).