Acabamos de llegar de Montánchez. Ha sido un fin de semana diferente, pero que llevamos repitiendo en casa desde hace ya bastantes años. La matanza del cerdo, una tradición bien aprendida que nos reúne a todos como un rito al que no se puede faltar. A la tristeza de la muerte se une la alegría del encuentro y la celebración de la chacina, los embutidos y los jamones. Se echa de menos a mucha gente, que ya no está. No falta el trabajo, más o menos voluntarioso, las risas, la buena mano de mi padre con los guisos y la entrega total de mi madre. Las comidas y las partidas de cartas en torno a la chimenea ponen luz a esta fiesta familiar. El resto del año saborearemos la magia heredada de nuestros antepasados. Cuánto hay que aprender de los abuelos...