Termina un fin de semana entre aburrido, responsable y tormentoso. Llevo todo el domingo intentando arreglar definitivamente mi estudio, y digo intentando porque es tarea imposible. Me resigno y sé que dentro de pocas semanas estará de nuevo patas arriba. Libros apilados en columnas altísimas, exámenes de alumnos de varios cursos, libros de texto, apuntes, fotocopias, recortes de periódico,...
Cuando la tarde parecía oscurecer por la lluvia que no venía, ha llegado a casa mi hermano con la hermosa sorpresa de querer ir al cine para ver juntos El niño con el pijama de rayas, basada en la novela homónima del irlandés John Boyne que leí con entusiasmo en el verano de 2007; relato ciertamente conmovedor donde los haya. Por fortuna cuando me acerqué a la novela prácticamente no se hablaba de ella porque quizá la habría leído con más reservas.
Mi verdadero interés era ver si en la película habían sido capaces de mantener la difícil inocencia del niño protagonista frente a uno de los episodios más dolorosos de nuestra historia universal. Me ha emocionado comprobar que sí, que la adaptación sigue desprendiendo esa magia (aunque con diferentes tonalidades). Ni el libro es de lectura tan recomendable como muchos parecen haberse creído (hay compañeros profesores que incluso la marcan como obligatoria en la ESO) ni la película es apta para todos los públicos. Es necesario tener conciencia de todo lo que se cuenta, del terrible decorado donde se desarrolla esa vivísima amistad entre el hijo de un comandante nazi (Bruno) y un niño judío, también de nueve años (Shmuel), prisionero en un campo de concentración. Amistad separada por una alambrada como metáfora de odio, represión, holocausto o genocidio. Palabras excesivamente grandes para mentes pequeñas...
Y hasta aquí puedo leer, por si alguien se acerca a estas Ausencias sin haberse paseado antes por las páginas o los fotogramas de El niño del pijama de rayas: inocencia pura frente a cruel realidad escondidas bajo un argumento y un desenlace aterradores.