martes, 21 de octubre de 2008

Releyendo a José María Cumbreño


SOAR

He plantado una higuera al lado del estanque
para que endulce el agua la sombra de los frutos.

Tengo perros y un horno donde cocer el pan.

Imagino que el tiempo continuará pasando:
volverá a germinar una semilla
en el excremento de alguna bestia,
sellarán los eclipses el vientre de las vírgenes,
y seguirá precediendo a la lluvia
ese olor a placenta de la tierra mojada.

Ya no estoy seguro de que mi nombre
sea el que sacudió la boca de aquel ángel.
Tal vez las vísceras de los corderos
no augurasen la destrucción de la ciudad.

¿Y si no fuese yo
el que debería haberse salvado?
¿Y si aquellos extranjeros
se hubiesen confundido de puerta?

Me lavaré los pies, pondré sábanas limpias
en la alcoba de los huéspedes,
y aguardaré junto al fuego
hasta que se consuma mi memoria.

Imagino que el tiempo
es una escudilla volcada sobre la mesa.

¿Y si yo jamás me hubiese marchado?
¿Y si no hubiera creído
que el aceite que en el candil se quema
impide la incubación de las aves?
¿Y si en realidad aún estuviese en Sodoma,
paseando por el jardín,
observando cómo las hormigas
arrastran un escarabajo muerto?

Exige la llanura un tributo de hogueras
al que se atreve a cruzarla.

El vino se habrá enfriado, lo sé;
pero no espero a nadie,
porque nadie mide
lo que mide su sombra.

Me pregunto si será cierto
eso de que todos murieron.

Me pregunto si de verdad
huir me ha salvado de algo.

(De Las ciudades de la llanura, 2000)