Este título cargado de nostalgias lleva el último libro del universo Lorca que acabo de leer. Treinta y cuatro cartas (más dos en apéndice) forman este breve pero riquísimo epistolario. Un libro especial en una edición pobre a cargo de Víctor Fernández. Breve introducción donde se acerca a la biografía de Vicenta Lorca en pocas páginas; sólo recoge lo que ya se ha dicho en muchos sitios, habiendo desaprovechado una ocasión ideal para realizar una biografía extensa y documentada de la verdadera protagonista (sobre todo de sus años de exilio voluntario en Nueva York y su triste regreso ya viuda a Madrid). Además, la anotación de las cartas es tan mínima que a veces resulta ridícula.
Son al fin y al cabo confesiones, riñas, peticiones de una madre a su hijo. Verdadero pudor he sentido leyendo ciertos párrafos, algunos guiños de complicidad entre doña Vicenta y Federico. Me han traído a la memoria la lacónica voz de Isabel García Lorca cuando en su casa de Madrid, hace ya algunos años, me contaba emocionada las penas de la familia cuando tras asesinar a Federico abandonaron España. Sus padres no volvieron a sonreir. Nunca se hablaba del poeta en casa. Estas cartas son destellos de intimidad, sin valor científico, sólo emocional. La historia de una madre y un hijo que se conocieron a la perfección (aunque algunos se empeñen en lo contrario) y que nunca se enfadaron.
Son al fin y al cabo confesiones, riñas, peticiones de una madre a su hijo. Verdadero pudor he sentido leyendo ciertos párrafos, algunos guiños de complicidad entre doña Vicenta y Federico. Me han traído a la memoria la lacónica voz de Isabel García Lorca cuando en su casa de Madrid, hace ya algunos años, me contaba emocionada las penas de la familia cuando tras asesinar a Federico abandonaron España. Sus padres no volvieron a sonreir. Nunca se hablaba del poeta en casa. Estas cartas son destellos de intimidad, sin valor científico, sólo emocional. La historia de una madre y un hijo que se conocieron a la perfección (aunque algunos se empeñen en lo contrario) y que nunca se enfadaron.
La foto de la portada se la realizó Eduardo Blanco-Amor al poeta en la granadina Huerta de San Vicente, en el verano de 1935; en la dedicatoria Federico le escribió a su amigo: "Para Eduardo, con la que yo más amo en el mundo".