Son las diez de la mañana y como casi siempre llego con la hora justa a dar mis clases. Llevo una prisa madrugadora abrazada entre libros, carpetas y el periódico del día que acabo de comprar. Comienzo a subir las costosas escaleras que comunican la Plaza de Colón con mi Instituto y veo de frente la silueta que me encuentro más de un día y en este mismo sitio (casi siempre los jueves y a esta hora). Va con la ropa de otras veces, una especie de vieja sudadera gris y un vaquero azul oscuro de los de antes. En las manos algo así como cartas o papeles viejos. Noto que me observa, que no aparta esa mirada fría de mí. Sé que voy a darle los buenos días y que como siempre, desde hace unos meses, no me contestará. Pero no me importa. Cuando me cruce con él lo haré.
Nos separa escasamente medio metro y congela sus ojos y me los clava como gritando algo que no logro escuchar. Yo también le miro, con lástima, con nostalgia. Mi saludo -claro está- no obtiene respuesta. Se muestra distante pero provocativo, una altivez ridícula que no le corresponde. No me molesto en pensar nada más. Sigo subiendo las escaleras y él ya las terminó de bajar hace rato. Como una lúcida metáfora de vida, el mismo camino que compartimos para él ha terminado mientras que yo estoy llegando arriba, lejos de su sombra. Él baja y yo subo. La diferencia de edad que tenemos juega en su contra. Pobre hombre...