BARRA LIBRE
Señores, señoras, se ha abierto la barra libre. Qué alivio, porque la verdad es que esta boda, aparte de eterna, estaba siendo aburridísima. La Reina ha opinado, y lo ha hecho con una libertad que creíamos privativa de quienes votamos para elegir a los representantes que en el Parlamento elaboran y aprueban las leyes en vigor. Como resulta que no es así, que cada uno opine lo que quiera.
Todo pasa, todo queda, y la gran profesional de antaño ya no es la que era. ¿O sí? Mientras el Rey busca apoyos por el mundo para que el socialista Zapatero pueda refundar el capitalismo -una hazaña que no sé si me inspira más risa o más lástima-, la Reina da la de arena. Ironizando sobre la libertad de expresión para sugerir que sus límites le parecen excesivos cuando se emplea contra su familia, la ejerce después, sin límite, para sumarse a la postura de la caverna nacionalcatólica en temas que afectan a otras familias, como el matrimonio homosexual, el aborto, la eutanasia, la violencia machista y la enseñanza de la religión.
Me apunto a la barra libre para opinar, con mi propia plebeya libertad, que sus palabras no son sino otra prueba de la naturaleza anacrónica, fosilizada y hasta conceptualmente monstruosa -por la incompatibilidad esencial de los principios en que ambas instituciones se fundan-, que adquiere la Monarquía al convertirse en la forma de Estado de una nación democrática. Porque en una democracia, por principio, ningún poder, simbólico o efectivo, debería estar nunca por encima de la soberanía popular. Al arrogarse una libertad que no le corresponde, ya que su figura está más allá de los deberes, pero también de los derechos de los demás, la Reina ha ahondado esta contradicción y, en su condición de símbolo del Estado, ha convertido a millones de españoles en súbditos de segunda. Por mí, desde luego, a mucha honra.
(Artículo publicado hoy en El País)