Anoche regresé a Cáceres casi de madrugada. Decidimos acercarnos en estos días a tierras de Burgos, siguiendo los pasos del Cid. El viernes día 2, muy cerca de Covarrubias, hicimos parada y fonda en el Monasterio de Santo Domingo de Silos.
Por las curvas malísimas, donde casi nos comían el terreno los mordiscos terribles de las montañas, sólo retumbaban en mis oídos los nombres de Gonzalo de Berceo y Gerardo Diego. Un acceso tan difícil debía esconder algo maravilloso; y tenía razón Emma, como casi siempre. Llegamos a un pueblecito lleno de los colores únicos del otoño, mezclando hermosamente los amarillos, los ocres, los verdes luminosos. Y en el centro el Monasterio, historia viva de la religión y la literatura, rodeado seriamente por dos grandes Iglesias. Guardamos cola en la entrada y en su interior deslumbró la enorme galería de columnas en dos pisos. Y allí, al fondo, orgulloso vigilante, el ciprés. "Enhiesto surtidor de sombra y sueño" lo inmortalizó Diego. Alto, rígido, frágil en el incomparable entorno arquitectónico. Algo especial se respiraba en el recorrido. Me emocionaba pensar que estábamos pisando por el origen de nuestra lengua castellana, por uno de los parajes evocados por tantos maestros... Y se terminó el paseo después de una hora y pico que parecieron minutos.
Me acerqué discretamente a Víctor Márquez, monje benedictino que nos ayudó a leer entre piedras y dibujos, y le pregunté si era posible visitar la biblioteca del Monasterio. Con voz baja, aparte, me dijo que sí, que esperara en la tienda de la salida. Recorrimos otro camino, subiendo a la planta de arriba. Sólo a Emma y a mí nos abrió el tesoro literario que escondían aquellos muros. Mi emoción no podía ser mayor cuando me vi rodeado de auténticas joyas prácticamente apiladas. Manuscritos, beatos e incunables junto a ediciones de Gredos o Austral, y La vida de Santo Domingo de Silos, escrita de puño y letra de Berceo. Víctor también es poeta, de casi cuarenta años, silencioso, en soledad, crítico con la religión. Compartimos admiración por dos leoneses, Gamoneda y Antonio Colinas. Intercambiamos direcciones y nos prometimos el envío de libros. Nunca podré agradecer a Víctor su afecto sin límites. Nuestra conversación seguía paseando por largos pasillos, estancias privadas, un nuevo claustro que nunca vi en fotos. Nos invitó a pasar unos días en el Monasterio para disfrutar de la literatura, del sosiego, del silencio; y obviamente aceptamos. Tocaba ya la segunda advertencia para el canto gregoriano y Víctor nos hace salir por otra puerta, en dirección a la Iglesia. Allí escuchamos en primera fila la oración en latín del Día de Difuntos cantada por los benedictinos de Silos. Pero mi mente y mi corazón se encontraban muy lejos, casi tan altos como las últimas ramas del solitario y anciano ciprés.