El asturiano Ramón de Campoamor nacía un día como hoy, 24 de septiembre de 1817 (cumpliría por tanto 190 años). Me llamó siempre la atención de este romántico realista el dramatismo de sus versos, su maestría a la hora de contar las cosas más cotidianas o los hechos más sublimes, rozando casi la espiritualidad. Hombre de su tiempo, chaquetero inteligente que supo alternar entre la política, la religión y la literatura. Una poesía dotada de cuidada musicalidad, de una teatralidad casi para ser representada. Conocidísimo en su época, leído y muy reeditado, admirado incluso por Rubén Darío, hoy parece arropado por un susurro casi silencioso.
Me quedo con Los pequeños poemas, donde irónicamente agrupó sus grandes poemas narrativos; sobre todo con el popular "El tren expreso", una conmovedora carta de despedida cerca ya de la muerte a aquella joven francesa que encontró en el tren, de vuelta a París, y de la que ya no podrá ser amante como le había prometido. Me gustó siempre ese recurso que tanto usa Campoamor de los amantes separados por la ausencia, que se citan en la contemplación del lucero de la tarde como forma de reencontrarse en la distancia; en este poemita, por ejemplo:
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"En la noche del día de mi santo"
(a Londres me escribiste)
mira la estrella que miramos tanto
la noche en que partiste."
Pasó la noche de aquel día, y luego
me escribiste exaltada:
"Uní en la estrella a tu mirar de fuego
mi amorosa mirada."
Mas todo fue ilusión: la noche aquella,
con harta pena mía,
no pude ver nuestra querida estrella...
porque en Londres llovía.
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Imagen poética desgarradora de la ausencia y el reencuentro en la distancia que también he intentado llevar yo a mis versos... Al igual que gracias a ti, mi vida, he logrado por fin dar forma y sentido a una de las mejores sentencias de Campoamor: "Es propio del amor, si es verdadero, compendiar en un ser el mundo entero".